En aquel negro agosto de 1945, cuando dos aviones descargaron sendas bombas atómicas en las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki, el mundo asistiría al mayor ataque terrorista jamás ejecutado. Y lo peor, la creación posterior de una falsa conciencia en torno a la necesidad de aquella decisión para salvaguarda del pueblo estadounidense. Sin embargo nada más lejano de la realidad. Estado no es lo mismo que pueblo; y entre el pueblo estadounidense pueden encontrarse muchos entre quienes no ocultan estas y otras aberraciones (Noam Chomsky, Michael Moore, Martin Luther King, etc.) de la prepotencia como estrategia.
Una estrategia que ha usurpado también campos tan trascendentales como la educación, la ciencia y la tecnología, con la misión precisa de servir a este tipo de ataques contra colectivos inermes y al olvido frente a su ejecución. Nada más ingrato que estos tres pilares de la humanidad se hayan visto tan estropeados por la mezquindad y la barbarie.
Si existen la educación, la ciencia y la tecnología como valores primordiales de nuestra civilidad, estos quedan cuestionados con tales intervenciones armadas que no buscan sino generar desconsuelo y horror entre quienes lo padecen. No es este el mejor destino para tan dignas compañeras del género humano.
Lástima que sea esta la visión del primer mundo, donde, tal como señala Riechmann, "los objetivos de búsqueda del conocimiento y mejora de la condición humana perdieron importancia constantemente frente a la ganancia de poder." Lo cual estuvo en la base misma de la balanza que desestimó tantas vidas humanas y el respeto por la madre tierra.
Hoy más que nunca los pueblos reclaman educación, ciencia y tecnología, pero no de aquellas que buscan alienarlos con el menoscabo de su libertad; de su derecho a ser humanos y creer que aquella inmensa explosión de energía pudo utilizarse tal vez para llegar a Marte o al menos para brindarle electricidad a los pueblos centro y sur americanos. Sin embargo, no es esa la historia de la postguerra.
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